La vida es como una caja de chocolates, nunca sabes lo que te va a tocar.
Y es así. Sacas uno y te toca una delicia, el siguiente tal vez, será una porquería. Un día aquí y otro ya no estás allá. Un día amas a alguien y de pronto, se fue. Un día en el sol, otro en la niebla. Las vueltas de la vida que le llaman.
El problema con la famosa caja de bombones, es que cuando te sale uno amargo, y otro y otro, has perdido “el toque” y desde ahí salen todos iguales. Las desgracias todas juntas, dicen que dicen. Y cuando uno está ahí, con el chocolate a medio comer derretido en la boca, no hay vuelta atrás. Y aunque busques otro sabor que reemplace el mal paso cada vez que lo sufres, el recuerdo y el escalofrío quedan igual patentes a lo largo de toda tu columna vertebral.
Y buscas el olvido, porque ya estás podrido. Entonces, te vas encerrando, por ejemplo, en una botella de vino.
Y comienzas el rito que empapa tu lengua en su mar de elixir púrpura y por un instante la copa es el mundo y te alejas del agrio dolor que encierra tu boca… que recibió lo que tú y tu mano escogieron.

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